De haber podido saltar del avión, lo hubiera hecho. Y si hubiese tenido la certeza de que, decapitando a mi compañero de asiento, hubiese acabado con la imbecilidad y la ordinariez del planeta, también lo hubiese hecho. Sin pensarlo dos veces. Pero, desgraciadamente, la estupidez supina nunca viaja sola. Lleva a más estúpidos para que le aplaudan.
El tipo en cuestión (el que debería haber muerto), era un especimen de unos cuarenta años, con mirada desviada, pelo ralo y sonrisa desafortunada. El timbre de su voz le permitiría comunicarse con los delfines del Oceanographic desde cualquier parte del mundo y apuesto a que sus decibelios sobrepasaban en muchos todos los límites de lo que puede considerarse saludable. Su señora (la que debería ser ya viuda o compartir un nicho nupcial), en un alarde de gilipollez exhibicionista decide llamar por el móvil para contar a vetetúasaberquién como está siendo el despegue. Media tripulación se tira de los pelos. Un sobrecargo le pide que apague el móvil, bajo la advertencia de que usar elementos electrónicos durante el despegue es muy peligroso. Pero ella no se achanta, pese a estar al filo de la muerte, se toma su tiempo antes de colgar: "Adéu adéu... Molts petons!"
¿Soy yo la única en todo el avión que piensa que el sobrecargo debía haberle metido el P**o móvil a empellones por el gaznate?
Pero no queda ahí la cosa. Porque el vulgo, cuando se pone bruto es muy persistente. Así que, él insiste, y para desquicio general de la audiencia, se empeña en retrasmitir el trayecto, gritando con sus ultrasonidos de delfín en celo, fuera de sitio, como si le hubiesen sacado por la fuerza del acuario:
- Mira la neu, la neu, aquí la neu!!!!
Todo lo acompaña por movimientos espamódicos, convulsiones y constantes aproximaciones a la ventanilla, mi ventanilla. Cuando prácticamente ha acabado sentado sobre mis rodillas y ha sido fulminado por mi mirada de bicho asesino sin escrúpulos, espeta un breve "lo siento".
Yo desoigo los consejos de la tripulación y me pongo los cascos a todos los decibelios posibles. Si el vuelo hubiese durado un par de minutos más se hubiese desatado una matanza colectiva, pero seguro que hubiese obtenido el perdón de todos los compañeros de vuelo.
Por fin el avión aterriza y yo huyo despavorida por el aeropuerto. De buen grado hubiese vendido mi alma al mismísimo demonio con tal de tener una buena mordaza a mano.
El tipo en cuestión (el que debería haber muerto), era un especimen de unos cuarenta años, con mirada desviada, pelo ralo y sonrisa desafortunada. El timbre de su voz le permitiría comunicarse con los delfines del Oceanographic desde cualquier parte del mundo y apuesto a que sus decibelios sobrepasaban en muchos todos los límites de lo que puede considerarse saludable. Su señora (la que debería ser ya viuda o compartir un nicho nupcial), en un alarde de gilipollez exhibicionista decide llamar por el móvil para contar a vetetúasaberquién como está siendo el despegue. Media tripulación se tira de los pelos. Un sobrecargo le pide que apague el móvil, bajo la advertencia de que usar elementos electrónicos durante el despegue es muy peligroso. Pero ella no se achanta, pese a estar al filo de la muerte, se toma su tiempo antes de colgar: "Adéu adéu... Molts petons!"
¿Soy yo la única en todo el avión que piensa que el sobrecargo debía haberle metido el P**o móvil a empellones por el gaznate?
Pero no queda ahí la cosa. Porque el vulgo, cuando se pone bruto es muy persistente. Así que, él insiste, y para desquicio general de la audiencia, se empeña en retrasmitir el trayecto, gritando con sus ultrasonidos de delfín en celo, fuera de sitio, como si le hubiesen sacado por la fuerza del acuario:
- Mira la neu, la neu, aquí la neu!!!!
Todo lo acompaña por movimientos espamódicos, convulsiones y constantes aproximaciones a la ventanilla, mi ventanilla. Cuando prácticamente ha acabado sentado sobre mis rodillas y ha sido fulminado por mi mirada de bicho asesino sin escrúpulos, espeta un breve "lo siento".
Yo desoigo los consejos de la tripulación y me pongo los cascos a todos los decibelios posibles. Si el vuelo hubiese durado un par de minutos más se hubiese desatado una matanza colectiva, pero seguro que hubiese obtenido el perdón de todos los compañeros de vuelo.
Por fin el avión aterriza y yo huyo despavorida por el aeropuerto. De buen grado hubiese vendido mi alma al mismísimo demonio con tal de tener una buena mordaza a mano.
2 comentarios:
jajajaja que arte tienes joia!!
pues yo tambien desee eso en mi viaje a paris, pero contando con que ivamos 28 personas todas miembro de mi familia, "el elemento en cuestion" prefirio dejar de hacer bromitas graciosas en contra del cadiz, despues de ver una oleada de gorras amarillas y azules a sus espaldas.
Desde luego que hay gente pa tó...
Vaya dos paletos de quinta regional, leñe...
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