Podría decir que esta tarde he pasado por el fisioterapeuta, pero en realidad, ha sido él quien ha pasado por mi. Como una apisonadora. La tortura, perdón, digo la experiencia, ha sido muy impactante: básicamente, todos mis huesos han quedado impactados contra la camilla. Después de triturar una-por-una todas mis vértebras y de retorcerme el esternocleidomastoideo (nunca pensé que llegaría a usar esa palabra, pero ahí lo llevas chaval, hoy es el músculo que percibo con mayor nitidez en todo mi cuerpo) hasta desear que me lo extirparan o acabaran con mi vida de una vez por todas, decidió llevar el dolor un poco más allá de lo humanamente soportable y me dijo:
-No, no, no te pongas la camiseta, que vamos a hacer unos estiramientos.
Vale, a mi tampoco me sonó tan mal en ese instante. Pero entonces, armado con una especie de sábana, comenzó con un nuevo método de tortura desconocido hasta el momento. Mi cuello se contorsionó hasta niveles insospechados, mi cabeza adoptó posturas nunca imaginables e imposibles de trasmitir con palabras y me zarandeó de un lado a otro, hasta que llegué a plantearme que la única manera de escapar, era suicidarme saltando desde la camilla. Que alguien me explique cómo masajeándote el cuello puedes llegar a sentir que los brazos están a punto de quebrase y caerse de cuajo al suelo.
Todo aderezado con cremas candentes que dejaban en el aire un extraño olor a linimento y en mi cabeza una sensación de subidón, subidón.
No contento con eso, me da cita para la semana que viene.
- ¿A la misma hora te viene bien?
- Claro. Si sobrevivo a lo de hoy - apostillé desde mi lecho de muerte.
A dios pongo por testigo de que jamás volveré a sentarme en una mala postura mientras estudio (todo dicho con voz dramática y la musiquita de "Lo que el viento se llevó"). Seré ergonómicamente perfecta. Es más, be water my friend; no seré como la silla, seré la silla misma.
Os doy un consejo, desde el cariño: nunca, NUNCA, vayáis a un fisioterapeuta. Si apreciais vuestra vida, claro.
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