Era como un erizo o un gato panza arriba. Se revolvía, arañaba, mordía. Ella no se dejaba querer, tampoco se quería.
Si intentabas taponar su herida, huía y se dejaba caer de rodillas sobre los cristales rotos. Si le amenazabas con un tirita, se deshacía la piel a jirones.
Ella no se dejaba querer, tampoco se quería.
Tan frágil, tan dura como un diamante... y siempre negándose a brillar.
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